El sentimiento de clasificarse ha perseguido a la Humanidad desde sus inicios. Necesitamos pertenecer a un grupo de personas más o menos afines para ser felices, para saber que somos iguales que los demás y que no nos salimos de la norma establecida.
Encasillarse en algo es inevitable, forma parte de la dualidad de decisión que nos ofrece cada encrucijada a la que nos enfrentamos: estudiar o hacer el vago, comer sano o comida basura, ciencias o letras, deportista o sedentario, homo o heterosexual...
Sé que esto es inevitable, que por mucho que lo intente, voy a seguir estando dentro de un grupo, y esa sensación en concreto no me disgusta; al contrario, me hace feliz saber que hay gente a mi alrededor que, simplemente por estar dentro de mis tendencias, comparte conmigo mucho más de lo que pueda parecer a simple vista. Sin embargo, me asusta mucho que desde otra perspectiva se me vea como una más dentro de un rebaño, sin poder apropiarme de una personalidad que me pertenece, fundiéndome en las hordas de decisiones que el grupo ya se ha encargado de tomar por mí. Me asusta perder las riendas de mi vida.
No escribo esto por nada en especial, simplemente siento que estoy en una época de grandes decisiones, y que, mientras que muchas de ellas van a cambiar (ya sea ahora o en un futuro) sustancialmente mi vida, otras parecerán en un principio importantes y luego se quedarán en simples caminos que hay que tomar para llegar al mismo destino.
El problema es que, como buena senda curvada sobre la superficie de la tierra, no se divisa su final. He ahí la duda.