martes, 18 de marzo de 2008

Lunes Santo, Penas y Redención

Después de que el villano del autobús me impidiera acudir a la calle San Jacinto a ver San Gonzalo, hermandad larga y bella a la luz del día como pocas, me dirigí a la penitencia de Santa Marta en los aledaños del Duque. Incienso, penitentes que no hablaban, silencio sepulcral para recibir la perfecta composición, la muerte y el llanto, la mano cayendo sobre la rosa. El traslado.

Tras cumplir la tradición de todos los Lunes Santos, una nueva e inesperada vista de otra hermandad me esperaba en el Molviedro. Ante Jesús, despojado de sus vestiduras, pasaban las Aguas, claras, llevándose las cosas malas del año y renovándolas por las cosas justas. A punto estuvo el palio de chocar contra el farol de la capilla ante la que rendía pleitesía, y la cruz del misterio me pareció un tanto inestable, pero (por suerte) no se repitió aquello que otro año sucedió en la Carretería. Dios nos libre. El palio de la virgen de las Aguas repiqueteó con gusto ante los, al menos, cientos de espectadores de la plaza, que lanzaban flashes de fotos cual marea de luciérnagas.

Después de este maravilloso espectáculo, nos esperaba una intensa marabunta para buscar la Redención, y no precisamente la nuestra propia, sino el Beso que Judas estaba dándole al Señor camino de El Salvador. Todos sabemos la fama de ratonera sin salida que tiene esta plaza, pero nunca estamos dispuestos a perdernos el placer que nos supone cruzarla de cabo a rabo con una bulla que se extiende hasta la plaza del Pan. Al fin, saliendo por la Encarnación, llegamos a Cristo de Burgos, y desde la esquina de ese antro irlandés hasta las calles traseras a su templo, vi pasar el misterio, su olivo oscilante, Cristo mirando al frente, asqueado de la hipocresía del beso que está recibiendo, y sus discípulos mientras, atrapados en las redes de Morfeo, sin percatarse siquiera de que su Señor está a punto de ser entregado. La plaza está a rebosar, y la gente aplaude una y otra vez las marchas que le tocan a la canastilla de madera, enorme pero a la vez moviéndose con gracia. Y tras ella, la virgen del Rocío, a la que estoy condenada a no ver bajo los sones de esa exquisita marcha, “Rocío”, compuesta precisamente para ella, con flauta marismeña incluida (o clarinete, como quiera verse). La llevan de un extremo a otro de la plaza con ritmos macarenos, haciendo honor a su razonable parecido con la señora de la Esperanza. Y se marcha, hasta el próximo año, por su barrio, con su gente.

Pero la noche deparaba alguna que otra sorpresa, y dirigiéndome al que podríamos decir que es mi sitio por antonomasia para ver cofradías, la encrucijada Cuna-Orfila, no sin antes proveerme de algo de alimento para mis cansadas piernas, me llevé una de las mayores decepciones cofrades de mi vida; porque por una vez, el retraso de las hermandades hizo que no supiera ni lo que estaba viendo pasar, y creyendo que eran Penas lo que veían mis ojos, cual no fue mi sorpresa al contemplar a un crucificado pequeño, enjuto y retorcido (subiendo por Cuna), antiguo como el que más, con el peso de los años en sus hombros. Vera-Cruz, lo llaman, el Cristo Señero, el más antiguo, el que ha visto más siglos pasar. Silencio y rigor absoluto en la hermandad, la mayoría de nazarenos van descalzos, norma que se extiende a la totalidad de los penitentes. Tras el Cristo, asiste una representación de hermandades de Vera-Cruz de otras provincias, cada una con su túnica, lo que le da algo de color al cortejo. Y la virgen, con sus Tristezas, entera de negro y plata, asoma tímidamente unos minutos más tarde. El gesto de dolor contraído y amargo no tiene bálsamo que lo dulcifique.

Las queridas Penas vienen después, la cruz de guía besando a los últimos representantes de Vera-Cruz, y vuelve a haber nazarenos negros en la encrucijada, vuelven a pasar, casi sin distinguirse los de aquél cortejo de los de éste. Y el Señor llega al fin, en una de sus caídas, apoyado sobre la piedra, con su rostro de inspiración europea más que israelita, cargando una cruz de carey muy alejada de la realidad cruel de su castigo, y mirando al público, pidiendo ayuda para levantarse; pero nadie acude a esa llamada muda, nadie ve en sus ojos más que las dos cuencas de madera que alguna vez talló Roldán. Y sigue caminando hacia las profundidades de San Vicente, quizás preguntándose si algún año recibirá la ayuda que solicita. Y su madre, tras de él, con sus Dolores, quiere ayudarlo, pero no la dejan salir del palio. Y con los sones de Virgen del Valle, se aleja, un año más, despidiendo el Lunes Santo, hasta el corazón mismo de la ciudad.

Los sones tristes del Lunes Santo se despiden, y dan paso a la somera alegría del Martes Santo, quizás preludio de lluvias… Hoy nos espera un Dulce Nombre por su barrio, y una hermandad estudiantil con las innovadoras catenarias del metro en calle San Fernando. ¿Será, al menos, original?
Mañana, más.

1 comentario:

Daglez dijo...

Uy uy... veo que te gusta la Semana Santa ^^

A mi también! jajaja

Pero he de criticarte algo imperdonable... que no vieras a El Museo el Lunes Santo... eso no tiene perdón divino (si es que existe lo divino :P)

Saludos y feliz puente (si lo haces)