viernes, 21 de marzo de 2008

Jueves Santo y Madrugada, nubes amenazantes, frío... y descendimiento.

La lluvia me impidió ver un año más las Cigarreras. Malditas nubes. Tampoco los hermanos negros hicieron estación de penitencia a la Catedral este año, y los caballos tuvieron que quedarse encerrados en los Terceros. Mal comienzo de tarde.
Por suerte, el cielo nos dio una tregua sobre las cinco, y Montesión sacó a su Cristo orante en el huerto camino de la Alameda, con los discípulos dormidos, con el ángel anunciante. Tras él, repicaban los rosarios de la Virgen, contra los varales. El manto recogido, como siempre, y los sones de Campanilleros (¡al fin!), para recibirla por su atajo de Conde de Torrejón.

Me dirijo después a la Magdalena, atestada de gente hasta Reyes Católicos, para ver salir un año más esa cofradía sin la cual la Semana Santa apenas existiría, esa composición perfecta de equilibrio y dolor, de cruz que se tambalea, de descendimiento, de bronce y madera, de sábanas blanca. La Quinta Angustia, con su cruz de guía con velo, con sus cruces arbóreas, con su perfección al frente, con sus cantores y su silencio, me hace recordar que es Jueves Santo, y que toda Sevilla muere con el Señor. El color: morado.

Tras la bulla de San Pablo, voy directamente al Duque. El Valle aparece tras la esquina de Lasso de la Vega con su silencio habitual. Los espejitos reflejan a los espectadores, la coronación de espinas se alza imponente ante nosotros, su Cristo sangrando y siendo objeto de mofa. La calle de la amargura viene después, con la Verónica y su paño con el rostro de Cristo, cada año igual pero diferente; cada año más triste, en su camino a la muerte. Y la Virgen del Valle, qué bella, qué señorial, qué clásica y qué innovadora, con sus dos conos de claveles rosas a babor y estribor de su palio. Bajo los sones de su marcha enfiló el Duque para entrar en carrera, y se nos fue una parte de la Semana Santa con ella. Y también una parte del corazón.

Y tras esta pincelada de silencio con color, se hace un silencio aún más profundo, porque Pasión ha salido, de nuevo, desde El Salvador, y carga con su cruz en su canastilla de plata, el gesto encogido, la mirada baja, un pie adelantado y la esperanza dejada atrás. Martínez Montañés, en cuerpo y alma.
Y la virgen de la Merced, con su manto turquesa, brillante como pocos, acompañada de San Juan, sigue a su Señor, llorando desconsolada, rodeada de cuatro manigueteros que no son negros, sino blancos y limpios, sin pecado ni penitencia, con su escudo mercedario. Un contraste, el negativo de una foto, la luz y la sombra.


Acaba el Jueves, y eso indica que la Semana Santa está llegando a su ocaso. Pero aún nos queda una Madrugada, una noche entera que quizás nos pase factura al día siguiente, pero que merece la pena disfrutar hasta el amanecer.

Primero, la Macarena, al doblar su esquina de Feria. Larga y eterna, pero la espera merece la pena, para ver primero al Señor de la Sentencia, moviéndose con clasismo sin igual, secundado por sus armaos, y se aleja por el fondo de la Alameda. La Esperanza llega al rato, verde entera, con el camaronero protegiéndola del frío, y le tocan Rocío en la esquina, y viene hacia nosotros. No se escucha la flauta marismeña, pero me da igual, porque ya he completado el cupo de marchas esta Semana Santa.

Buscamos luego el Silencio por Orfila, donde la bulla es mucho más profusa que hace al menos cinco años, cuando no había un alma en esa zona a esa hora. El cortejo me sobrecoge, como siempre; su penitencia es admirable, y sus insignias, bellísimas. El Señor Nazareno, con su cruz del revés, con los dos mancebos con sus faroles, mirando a siniestra, abrazando su cruz como quien abraza su destino, inevitablemente.
La Concepción, de nuevo acompañada por San Juan, bajo palio de completa crestería, nublada por un incienso con toques de vainilla y clavo, con un cirio pintado por un antiguo profesor de una servidora. Y pálida. La palidez del dolor.

El Gran Poder sube por la plaza del Museo, con su cara (otro año más) restaurada, tan diferente a como estaba antes que aún se me hace raro verle. Y con su túnica de cardos, que ha desatado tantas polémicas en esta ciudad que es capaz de dividirse por cualquier chorrada. Pasa imponente y sereno el Señor de Sevilla, al que el pueblo rinde pleitesía con un silencio inmenso y casi escalofriante, hasta que el padre de la Madrugada se aleja por Alfonso XII, despidiéndose hasta otro año.

No nos da tiempo de ver a la señora del Mayor Dolor, y nos dirigimos a calle Arfe a ver la Esperanza, pero el cansancio hace mella en nosotros, así que no forzamos más y dejamos que el amanecer nos lleve a nuestras casas. Eso sí, a la vuelta, me paro a ver los Gitanos. Porque si no, la Madrugá no acaba y el Viernes no llega.

Y hoy, tintes románticos para casi acabar la semana. Esperaremos al Cachorro (por fin, tras ¿tres? años), por la Magdalena, a la Carretería y la Mortaja a la vuelta, y quizás, Montserrat. Hoy, Sevilla llora porque Cristo ya ha muerto.

Mañana, más.

1 comentario:

Fer dijo...

Tía, no sé nada de ti T-T.

Muaja :).